I
Y estaba ahí, dudando, mirando el acantilado.
Tanta oscuridad allí abajo… ¿qué me esperará en lo profundo del abismo?
¿Qué me estará esperando? Mientras… dudaba.
Si decido caer – me pregunté - ¿qué pasará con mi cuerpo?
¿Qué pasará con mi piel? ¿Qué pasará con mis huesos?
En ese momento decidí dar un paso hasta posicionarme frente al precipicio. Un par de piedras pequeñas rodaron hacia la negrura del fondo.
¿Qué sentirán las piedras? ¿Me ocurrirá lo que a ellas?
¿Sentiré su dolor?
Recordé entonces que debo tener cuidado de compararme con objetos inanimados, sin alma… o mañana terminaré comparándome con el fango.
La física es lo único que me responde. Al menos sé que tocaríamos fondo al mismo tiempo… si es que lo hay. Me refiero al fondo.
Supuse que no hay tiempo en el infinito, de qué sirve un cronómetro para tomar algo que jamás concluirá. Debía dejar de pensar.
Tal vez no era el momento de saltar aún. De haberlo querido ya lo habría hecho… pero… es que tengo tanta curiosidad. La detesto.
De no existir ella – la curiosidad – todo sería tan fácil. Son las desventajas del libre albedrío, una libertad tan llena de restricciones implícitas que parece una broma del destino.
Elegir qué es lo bueno… qué es lo malo… qué debo hacer. Todo recae en mí, en mi elección. La curiosidad es el mayor de mis pecados; sobre todo por ese maldito canto de sirenas que posee y que, indefectiblemente, siempre me embruja.
Y dudaba… miraba el acantilado, luego al manto negro que tenía por cielo y nuevamente volvía mi rostro hacia el abismo.
Comencé mentalmente mi cuenta regresiva.
10…
9…
8…
Un aullido profundo hizo perder mi concentración. Nuevamente comencé a contar.
10…
9…
8…
Una vez más el mismo lobo aulló. Tal vez lo echaron de la manada. Con él ya éramos dos solitarios. Decidí cesar el conteo.
Extendí mis brazos así como un águila extiende sus alas.
Sentí el frío aliento de la parca colarse entre mis dedos… juro que lo sentí.
Y desperté.
II
Estaba en un cuarto gigantesco en el cual la luz brillaba por su ausencia.
Tenía mis pies y mis manos atados con soga.
Estaba solo, perdido en la nada, frente a un espejo que no me reflejaba.
Y eras tú mi reflejo.
Y yo estaba desesperado, quería tocarte, poseerte.
¿Qué hacías allí dentro? ¿Quién te había encerrado tras la jaula de cristal y me había atado el orgullo al cuello?
Y tú… ahí… inerte.
Tanta seriedad te hará sangrar los poros.
Quería que sonrieras aunque sea unos minutos. Entonces yo te sonreí.
Y me miraste…
Y te miré…
Y nos miramos.
No soporté tenerte lejos y comencé a cortarme la piel con el roce constante del ramal.
Prefería perder mis manos a perder tu imagen, aunque jamás vuelva a tener mis dedos entre los tuyos.
Ya nada importaba.
Quise gritar cuánto te amaba pero había perdido completamente la voz.
Y fuiste tú quien lo dijo.
Exasperado por no poder cortarme las manos, decidí volcarme al suelo y me arrastré sangrando.
Te agachaste y lentamente estiraste tus dos brazos para recibirme con un abrazo.
Y desperté.
III
Calderón de
¿Fui yo quien soñé al principio o quien soñó al final?
Ningún sueño es mío, ni el primero ni el segundo.
Yo no soñé al lobo antes ni fui hombre después.
El “tú” del segundo sueño no eras tú.
Vaya uno a saber quién es.
Yo no te sueño… existes.
Tú tampoco me sueñas… existo.
Pero, sin embargo, sueño una vida contigo.
¿Entonces te sueño? Sí, en mi vida… pero no a ti.
¿Seremos fragmentos oníricos desparramados en la realidad?
No lo sé… y no me interesa.
Soñémonos…
Soñemos… mientras estemos lejos.